1.11.09

LA SOBERBIA. LIBRO. CAPITULO 2



LA SOBERBIA

CRISTO TRAICIONADO

2
EL HEREJE CONSENTIDO

Exhortación a la conversión. El
mes octavo del año segundo de
Darío fue dirigida esta palabra del
Señor al profeta Zacarías, hijo de
Berequías, hijo de Idó: El Señor se irritó
grandemente con vuestros padres. Les
dirás: Volved a mí, palabra del Señor
todopoderoso, y yo me volveré a
vosotros, dice el Señor todopoderoso.
(Zacarías. Restauración del templo de la ciudad, 1-4)


En realidad, en el Colegio Cardenalicio, los novicios, más que ser instruidos en la fe cristiana, la labor que desempeñaban estaba más cerca del famulicio que del aprendizaje de las líneas teológicas que Roma imponía. Para mejor desarrollar las tareas allí encomendadas, uno debía de ser audaz y virtuoso en cuanto al rápido entendimiento de lo que de verdad ocurría. La presteza acercaba al poder, dado que cuanto más pronto uno eligiera a su mentor eucarístico, el que a partir de aquel momento iba a convertirse en su eterno confesor y quien iba a prepararle el camino más directo hacia Dios, antes podía poner en marcha su ascenso a la Curia Regia, más dádivas y prebendas podía obtener de su confesor, casi siempre un cardenal, y más agasajos y  mejores tratos recibiría. En ello iba la vida, pues estos eternos suplicantes, todos huérfanos, no tenían a nadie en quien confiar. El novicio Justo era el más aventajado.

Cardenal Pax, ¿ en verdad os agradaría que acudiese esta noche a vuestros aposentos a recitaros poesía, es cierto que vais a halagarme con semejante placer?

Querido Justo, no sólo quiero que te acerques a leerme tu poesía bendecida por Dios. A decir verdad, quiero aprovechar el silencio de la noche para que me informes, quién mejor que tú, de los últimos acontecimientos ocurridos. Temo que tras la expulsión de tu buen amigo Il Moro, a quien tanto aprecio teníamos entre la curia, el miedo haya hecho mella en los más débiles de espíritu. Más aun, tengo algunas preguntas, estas más íntimas, que deseo respondas con la candidez y la velocidad de la que siempre haces gala.

Cardenal, vos sabéis que desde que entré al servicio de vuestra excelencia, nunca os he fallado. Nada me agrada más que veros feliz y si además con mis palabras y sonrisas puedo hacer más virtuosa, vuestra ya de por sí santa vida, mejor que mejor. Decidme padre, decidme, ¿ esas preguntas íntimas tienen que ver con lo ocurrido en los jardines que con tanto esmero cuida y vigila el Cardenal Florido?

Sí, hijo, sí. Pero hablaremos de eso más tarde. Ahora retírate y cumple las lecturas que el padre Póstumo ha recomendado para la liturgia de hoy.

En seguida, Cardenal, en seguida.

Justo se retiró raudo y asustado. Sabía que lo ocurrido en el jardín ya era conocido por el Cardenal Maledetto. Lo que le preocupaba era el tono misterioso de la pregunta. ¿ Si el Cardenal, indirectamente, le concedía permiso para sus encuentros semanales con la dulce Némesis, púbera que vivía de la mendicidad del Colegio, qué preguntas eran las que le rondaban por tan excelsa cabeza?


*

En el claustro sonaban las  voces de los eunucos, retumbaban las paredes y el cielo se hacía visible. La emoción llamaba a la paz, haciéndose palpable la presencia del Salvador. Carmen tras carmen, el latín invitaba, en un gaudium místico, goteo de oro, a refugiarse en el perdón. Octavio lloraba.

Octavio, Octavio, por qué lloras - preguntó susurrando el Cardenal Famélico.

Ilustrísima, estos cantos ciegan mi mente trayendo del olvido mis más tiernos anhelos. Mi madre, sus caricias y sus besos, los deseo con impaciencia. Mi padre, sus manos rugosas y su voz viril, son ecos que no puedo apagar. Mis hermanos, sus pómulos y caricias, los deseo, los deseo...

Octavio, hijo del Señor Todopoderoso, cómo es posible que recuerdes eso si desconoces a tu familia, si fuiste traido por gracia divina al redil del pastor, donde las almas impuras encuentran su salvación. No llores, Octavio, no llores, que Dios está contigo, que yo, tu confesor, te guío y protejo. No sabes que aquí, querido novicio, entre nosotros, estás más cerca del Paraíso que si estuvieras mezclado entre esa masa de infieles no creyentes, aduladores diletantes de un crucifijo que siempre estuvo lejos de ellos. Octavio, mi bien amado, ven que te abrace.

Pero Cardenal Famélico, ¿ no es cierto que nuestro Señor Jesucristo tuvo padre en José, madre en María, Virgen Santísima, y hermanos? ¿No es cierto, padre mío, que Jesús prefirió el contacto con el vulgo, las prostitutas, los ladrones y avariciosos mercaderes antes que refugiarse en el sepulcro de la intimidad?

Querido Octavio, es evidente que estos cantos nostálgicos han convertido tu mente en una bodega de diablos, el mal se ha inspirado en tu alma piadosa para invadirte con sueños maliciosos y mentirosos. Debes fortalecerte con la oración y la soledad. Creo que de momento sería beneficioso para tu espíritu recluirte por un tiempo en el ala de los macilentos. Hablaré con el padre Corrector para que te reciba y cure las llagas que el heraldo del Infierno ha inseminado en tu joven testa. Octavio, vámonos, hemos de poner rápida solución a tu estado de ánimo. Y recuerda: la fortaleza está en la fe, la debilidad, en el recuerdo y el llanto.

Decís bien, Cardenal Famélico, que haría yo de no ser por vos, mi único padre. Ayudadme, pronto.


*

La jornada había transcurrido serena y dulce, a no ser por la anécdota del novicio Octavio. La hora sexta se acercaba y Justo recordaba las palabras de su mentor. Pronto tendría que responder.

Cardenal Pax, soy Justo, vuestro discípulo. Abrid, abrid.

Justo, mi Justo, mi siempre atento alumno, pasa y llena el camastro con tu ínclito espíritu. Pasa.
Bien, padre, vos diréis las preguntas que he de responderos.

Justo.

Sí, padre.

¿Te he hablado alguna vez del pecado de la mentira, del sofoco que provoca en Dios nuestro señor el que sus hijos no confiesen sus actos impúdicos, sus devaneos con el mal?

Sí, Cardenal, sí.

Sabrás, no me cabe la menor duda, que cualquier secreto que escondas debe de ser recitado en confesión si en verdad deseas ser emisario de Cristo, ¿no?

Sí, mi Cardenal, claro que lo sé.

Entonces, tienes algo que decirme que yo desconozca.

No, señor, todo lo sabéis, nada hago sin contar con vuestra permisividad.

Ya lo sé, hijo, ya lo sé. Pero hay matices, detalles que uno no debe de dejar escapar, pues es en el axioma más pequeño donde a veces se refugia el pecado más contumaz. ¿Me entiendes?

No, padre, no. ¿Os referís al jardín?

Sí.

Y que queréis que os diga que ya no sepáis. Sabéis que me encuentro con la povera Némesis, que cuido de ella y que la mimo como mejor conozco.

Eso es lo que me preocupa, Justo, los mimos. Los mimos andan de la mano de la lascivia y para despojar a la lascivia de su atuendo maléfico, el consentido, en este caso tú, debe de contar bajo secreto de confesión todos los detalles que rodean las caricias. De no ser así tu alma será impúdica y ya nada podré hacer por ti.

Os contaré lo ocurrido.

Te escucho atento.

Cuando el amanecer se hace anunciar, hacia las seis en verano, todos los jueves, salgo corriendo hacia el olivo que preside el jardín del Cardenal Florido y que nosotros llamamos jardín de las frutas. Una vez allí espero un rato breve, hasta que Némesis llega. Siempre viste faldas largas y de flores. El olor que desprende es fresco, parece ser que se lava antes de venir...

Sigue, Justo, no tenemos toda la noche.

Lo primero que hacemos es abrazarnos y besarnos. Todo resulta tan agradable...


ADENDUM

La putita Némesis, así la catalogó el Cardenal Pax et Bellum, se convirtió en el secreto mejor guardado entre el alumno y su maestro. Justo contaba todos los jueves al Cardenal lo ocurrido en la mañana. El Cardenal le expiaba sus pecados y Justo seguía cumpliendo a la perfección su papel de instigador, chivato y hereje consentido.

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